jueves, 1 de junio de 2017

LA CIUDAD DE LAS ESTRELLAS (2016), DE DAMIEN CHAZELLE. SUEÑO Y REALIDAD.

Las grandes ciudades se definen también como ciudades que ofrecen grandes oportunidades a sus habitantes. La cultura suele desarrollarse a través del contacto humano y cuanto más estrecho es éste, mejores frutos da, aunque nunca hay que olvidar la necesidad temporal de aislamiento que sufren muchos. En resumen, la gran urbe nos hace fluir entre una gran multitud, pero a veces también nos tiraniza, como cuando volvemos cansados a casa y nos encontramos inmersos en un inmenso atasco. En esto se basa precisamente la espectacular secuencia inicial de La ciudad de las estrellas. Calor, humo y aburrimiento: un embotellamiento. Pero de pronto surge la chispa. Los conductores abandonan sus vehículos y comienzan a cantar y a bailar. Los Ángeles los ha dotado de pronto de una energía electrizante y ellos cantan a su ciudad. ¿Qué no puede suceder en un lugar con un nombre tan evocador?

Pronto la película de Chazelle va a seguir las vidas paralelas, que terminarán entrecruzándose, de Mia y Sebastian, dos jóvenes que quieren triunfar, que necesitan triunfar, una en la interpretación y otro en la música. Se enamoran de manera apasionada y comparten su modesta existencia, pero cuando la fortuna llama a la puerta de Sebastian, la convivencia empieza a resquebrajarse. A veces el cumplimiento de los sueños que tanto anhelamos no conllevan la felicidad completa. Más bien dejamos pasar las temporadas en las que somos plenamente dichosos, sin advertirlo plenamente hasta que dicha felicidad se termina. 

La ciudad de las estrellas funciona muy bien como película musical y como propuesta estética, dotada de un brillante colorido. No hay que buscar profundidad en la propuesta de Chazelle, solo una alta dosis de energía, no tan positiva como podría parecer a los ojos de quien solo ha contemplado el cartel del film. También es un ejemplo de cine dentro del cine, algo que es más fácil de mostrar si la historia transcurre en Hollywood y alrededores. En una de sus más memorables escenas, los protagonistas asisten a una proyección de Rebelde sin causa. Cuando los personajes de la obra de Nicholas Ray caminan hacia el observatorio de Los Ángeles, el celuloide se quema y los espectadores de pronto quedan huérfanos. Pero Mia y Sebastian tienen una idea genial: acudir al escenario real, al observatorio que tienen a la vuelta de la esquina. Ellos tienen la suerte de habitar en la ciudad en la que sueño y realidad se mezclan y se confunden.

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