viernes, 2 de diciembre de 2016

SER ESPAÑOL EN EL SIGLO XXI (2016), DE MARTÍN ORTEGA CARCELÉN. VERTEBRANDO ESPAÑA.

Es evidente que la relación de una buena parte de los españoles con sus símbolos - bandera, himno e incluso gobierno - resulta una anomalía respecto a los países de nuestro entorno. Dicha situación tiene una base histórica muy sólida, que no solo abarca cuarenta años de franquismo, sino el precedente de un siglo XIX repleto de luchas intestinas cuya perversa tradición llega a nuestros días. Un país con buena parte de la población que identifica su bandera con una dictadura y no con una Constitución votada en su día por una mayoría de ciudadanos, es realmente una curiosidad, aunque a nosotros nos cueste verlo así por estar acostumbrados a ello. Quizá este sea uno de los factores determinantes de la profileración de nacionalismos en nuestro país, cuyos símbolos se oponen, como si se tratara de agua y aceite, a los de a una España a la que consideran una nación opresora, que coarta la libertad de elegir de sus ciudadanos.

Aunque el problema más grave - sin contar el paro estructural y la endémica desigualdad entre regiones - al que ha tenido que enfrentarse nuestro país es el terrorismo de ETA, en los últimos años ha sido el nacionalismo catalán el que más quebraderos de cabeza ha provocado al Estado. Tradicionalmente, el gobierno de la Generalitat ha colaborado en la estabilidad de la nación, con un precio más o menos alto, naturalmente, pero no ponía en cuestión la unidad de España. A raíz de la crisis económica y con unos argumentos manipulados, muchos ciudadanos catalanes se han subido al carro del independentismo sin saber muy bien lo que estaban comprando, ya que basta con estudiar las cifras y constatar la realidad para comprender que una Cataluña convertida en nación independiente no se convertiría de la noche a la mañana en una nueva Suiza ni tampoco pertenecería por arte de magia a la Unión Europea. Los gastos que tendría que afrontar el nuevo Estado serían inasumibles en un territorio cuya deuda pública habría pasado ya al nivel de bono basura si no contara con el respaldo del Estado español, ese mismo que el discurso independentista califica de fascista y opresor. 

Los argumentos de los valedores de la independencia se dirigen más a la fibra emocional que a la racional, de ahí su peligro. Fomentar una campaña de desprestigio, cuando no directamente de odio a los ciudadanos de otros territorios - los andaluces somos un motivo recurrente - como los culpables de todos los males que ha provocado la crisis no es solo irracional, sino también irresponsable, un ejercicio de populismo que puede traer beneficios inmediatos a sus promotores, pero que a la larga solo conseguirá provocar grandes dosis de frustración. Como bien ha dejado establecido Naciones Unidas, el derecho de autodeterminación solo puede ser ejercido por territorios con pasado colonial o a través de un acuerdo entre partes. A día de hoy la Constitución española prohibe cualquier escisión territorial. Si queremos cumplir la ley - y para cualquier país serio esta es una condición esencial para el buen funcionamiento de la democracia - el camino no es otro que la reforma constitucional. Un camino arduo y difícil, pero el único posible y la única manera que tendrían los independentistas de conseguir el apoyo de los gobiernos europeos. De ahí el error del presidente de la Generalitat cuando decidió abandonar su papel institucional:

"(...) si Artur Mas quería defender posiciones contrarias a la ley y a la Constitución, debería haber dimitido y haberse situado al frente de las asociaciones cívicas  y manifestaciones callejeras que apostaban por la desobediencia. En efecto, en los países democráticos es posible defender cualquier posición política, pero las instituciones están obligadas a defender el Derecho y el orden constitucional establecidos. Al frente de la Generalitat, Artur Mas ejerció en la sociedad catalana una función antipedagógica, puesto que invitaba a los ciudadanos a incumplir el ordenamiento, o a cumplirlo selectivamente, según el criterio de cada uno."

Frente a todo esto, el profesor Ortega Carcelén reivindica una España, profundamente democrática, igualitaria y volcada en sus responsabilidades con Europa, América y el resto del mundo. A pesar del pesimismo que se ha instalado en los últimos años (un pesimismo y un malestar ciertamente justificados por la mezcla nauseabunda de paro y corrupción que ha azotado a los ciudadanos en los últimos años), es cierto que el país ha aprovechado bien su integración en la Unión Europea para modernizarse y protagonizar el crecimiento económico más intenso de su historia. No se trata de sentirse español envolviéndose en una bandera o gritando en un estadio de fútbol, sino de integrarnos plenamente como ciudadanos europeos, siguiendo la corriente histórica que dicta una cesión cada vez más intensa de espacios de soberanía nacionales a organizaciones supranacionales. Querer al territorio en el que uno ha nacido está muy bien, así como fomentar sus tradiciones, pero se convierte en algo enfermizo cuando lo estimamos algo superior y nos cerramos en banda al resto del mundo.

Lo mejor - y eso es lo que recomienda el autor - es fomentar entre los ciudadanos un mejor conocimiento de la historia e interés general por la cultura, porque un ciudadano informado, con criterio propio, más racional que emocional, es mucho más difícil de manipular. La historia no es un río que lleve hacia un determinado destino previamente determinado, sino una serie de azares que nos han llevado al estado actual. No hay que buscar culpables ni llorar paraísos ficticios del pasado, sino aprender de la misma para no volver a cometer errores pretéritos, para buscar lo que nos une como comunidad universal humana que lo que nos separa:

"El paso del tiempo permite contemplar la creación cultural con ojos nuevos. Los logros del pasado no deben ser objeto de una lectura política interesada. A diferencia de lo que ha ocurrido en otras épocas, cuando la historia de la cultura se usaba con propósitos partidistas u oficiales, en el momento presente podemos considerar sus aportaciones de manera más neutra, como una contribución al patrimonio global, sin necesidad de buscar otros significados. Desde nuestro  punto de vista contemporáneo, una catedral ya no representa  la religiosidad, sino la grandeza de la arquitectura; un cuadro que plasma una batalla no rememora la victoria para unos y la derrota para otros en aquella guerra, sino la perfección estética de la composición; y un poeta no milita en una u otra causa política de su tiempo, sino que nos abre la mente a través del lenguaje. Este enfoque abierto permite entender la cultura española como una suma de aportaciones múltiples, antiguas y contemporáneas, que crean una forma de entender el mundo desde la que organizar nuestra vida pública y privada. El afirmar que existe una cultura española plural y abierta al mundo no tiene nada que ver con mantener un nacionalismo español, sino que es más bien la constatación de una realidad. A partir de este rico terreno que pisamos podemos caminar en muchas direcciones, por ejemplo hacer un proyecto político común o mejorar el mundo."

2 comentarios:

  1. Siempre hemos sostenido que toda independencia depende de la solidez económica de quien pretenda asumir la totalidad de sus libertades y obligaciones.Cataluña no posee los propios recursos para tamaña quimera,máxime teniendo presente las muy malas, por no decir pésimas administraciones que ha tenido, y donde la corrupción de sus caudillos es notoria. Aún así no podemos dejar de recordar que España es la obra de una reina ambiciosa,que deseaba trascender en la Historia como la promotora del Descubrimiento de un Continente,mediante el navegante Cristóbal Colón.La Historia ha ido revelando que el tal continente había sido descubierto por los Fenicios, en el siglo V a.C. pero estos avezados navegantes, nunca revelaron el periplo de sus navegaciones, ni de dónde obtenían oro, plata, piedras preciosas, maderas y antimonio.

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  2. Bueno, en este sentido España es una nación que más o menos se fue conformando como todas las demás, mediante guerras, pactos y dosis de intolerancia. Ningún país puede presentar un pasado inmaculado. Lo importante es mirar hacia atrás sin prejuicios, con ansias de aprendizaje y comprender que el futuro solo puede ser uno que comprenda la unificación política y democrática (por muy mala prensa que tenga ahora la democracia) entre el mayor número de países. Uno de los sueños más recurrentes de Isaac Asimov era el establecimiento de un gobierno mundial.

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