miércoles, 10 de septiembre de 2014

LA CIVILIZACIÓN DEL ESPECTÁCULO (2012), DE MARIO VARGAS LLOSA. ¿EL FIN DE LA CULTURA?


El sábado pasado el suplemento cultural Babelia incluía como reportaje principal un pequeño recorrido por una nueva tendencia literaria, que tiene al escritor noruego Karl Ove Knausgard como su máximo exponente, consistente en libros autobiográficos que exhiben la más recóndita intimidad sin ningún pudor. Así, Knausgard se ha ganado varias denuncias por parte de familiares por describir con todo detalle los episodios más sórdidos de sus vidas. Ayer mismo en El País encuentro la noticia del lanzamiento del videojuego Destiny, cuya realización ha costado la friolera de 380 millones de euros y que es calificado como el producto cultural más caro de la historia.

Son solo dos ejemplos, muy representativos de los tiempos que estamos viviendo. Mario Vargas Llosa comienza su ensayo sin medias tintas: asegurando categóricamente que el fenómeno que hasta ahora hemos conocido como cultura está a punto de desaparecer. Hasta hace algunos años dentro de la valoración de cultura entraban solo las obras más excelsas de escritores, pintores o músicos. Existía la figura del crítico, especialista en valorar las distintas obras y calificarlas. Y sobre todo existía la figura del intelectual influyente, aquel que gozaba del prestigio suficiente como para escuchar su voz en momentos de crisis. Cualquiera podía acceder a la cultura, pero sabía que ese viaje le iba a requerir un esfuerzo, que la complejidad de las obras a las que pretendía acceder suponía concentrar todo su intelecto en las mismas. Actualmente, el concepto se ha degradado tanto que cualquier manifestación de masas es considerada dentro del ámbito cultural: los videojuegos, la música más vendida, la gastronomía, las pasarelas de moda e incluso, por qué no, los cotilleos de la prensa del corazón. Se trata de una banalización brutal:

"La diferencia esencial entre aquella cultura del pasado y el entretenimiento de hoy es que los productos de aquella pretendían trascender el tiempo presente, durar, seguir vivos en las generaciones futuras, en tanto que los productos de éste son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer, como los bizcochos o el popcorn. Tolstói, Thomas Mann, todavía Joyce y Faulkner escribían libros que pretendían derrotar a la muerte, sobrevivir a sus autores, seguir atrayendo y fascinando lectores en los tiempos futuros. Las telenovelas brasileñas y las películas de Bollywood, como los conciertos de Shakira, no pretenden durar más que el tiempo de su presentación, y desaparecer para dejar el espacio a otros productos igualmente exitosos y efímeros. La cultura es diversión y lo que no es divertido no es cultura.

(...) Para esta nueva cultura son esenciales la producción industrial masiva y el éxito comercial. La distinción entre precio y valor se ha eclipsado y ambas cosas son ahora una sola, en la que el primero ha absorbido y anulado al segundo. Lo que tiene éxito y se vende es bueno y lo que fracasa y no conquista al público es malo. El único valor es el comercial. La desaparición de la vieja cultura implicó la desaparición del viejo concepto de valor. El único valor existente es ahora el que fija el mercado."

Quizá el del premio Nobel sea un discurso un tanto apocalíptico, aunque es indudable que muchas de sus afirmaciones dan en el clavo: ya no existen los grandes intelectuales que eran referente para mucha gente, el arte ha degenerado hasta el punto de que cualquier instalación (recordemos a Damien Hirst y su tiburón en formol), por muy aberrante que sea, puede ser vendida por millones de dólares si el artista cuenta con un buen equipo de marketing. Además, el nivel de la política es decididamente penoso, mientras que a los grandes escritores y científicos cada vez se les presta menos atención en este mundo tan comunicado y a la vez tan superficial.

Hoy día imperan las noticias que apelan a los instintos más bajos del espectador. Entre declaraciones vacías de políticas, los telediarios se llenan de pederastas y violadores, porque el miedo y la indignación que producen las acciones de estos individuos vende. No importa que las informaciones no estén contrastadas. Importan más la velocidad y el impacto de lo que vemos por televisión. El fútbol acaba anestesiando a la gente en un mundo que se mueve por decisiones que toman individuos a los que nadie ha elegido y que inyectan un miedo paralizante. Ante esto, la voz del intelectual o aplaude al poder o se queda clamando en el desierto. Estamos en un mundo dominado, además de por las de los agentes económicos, por las decisiones de las agencias de publicidad. Los ciudadanos son más estudiados que nunca, se evalúan sus necesidades y se les crean otras ficticias. Lo importante es que el pensamiento esté siempre distraido, divagando en busca de la siguiente diversión inmediata y efímera. Ya no hay tiempo para el pensamiento profundo.

Si hubiera que ponerle un pero a La civilización del espectáculo sería la gran variedad de temas que esboza y que darían para otros varios ensayos completos: las relaciones del Estado con la religión, las nuevas formas de lectura, la influencia de internet en nuestras vidas (valiéndose de una referencia a Superficiales, de Nicholas Carr)... Pero las palabras de un sabio como Mario Vargas Llosa son siempre dignas de ser escuchadas. Es curioso que en los distintos capítulos del libro se apoye en otros textos suyos publicados hace años en su magnífica serie periodística Piedra de toque, pertenecientes a una época en la que estaban desarrollándose los factores que iban a dar lugar a la apocalíptica realidad actual. 

Personalmente, habiéndo leído el texto con atención y debatido con los compañeros, creo que queda una rendija de esperanza, que puede agrandarse con facilidad: después de todo el acceso a la cultura (a la gran cultura, a la cultura de siempre) nunca ha sido más sencillo. Ahora encontrar cualquier libro, escuchar a cualquier compositor y visitar, aunque sea virtualmente, cualquier exposición, está al alcance de cualquiera. Solo falta que se estimule a la gente a aprovechar tan inmensas ventajas frente a los productos de mero entretenimento, que en todo caso son compatibles con la cultura de toda la vida. Aunque no sea una actividad tan divertida, el estímulo intelectual es infinitamente más provechoso.

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