lunes, 15 de septiembre de 2014

CINEMA PARADISO (1988), DE GIUSEPPE TORNATORE. LA PANTALLA Y LA VIDA.

La Segunda Guerra Mundial terminó hace poco. Nos encontramos en un pueblecito de Sicilia que trata de salir adelante mientras recuerda a sus muertos y desaparecidos. Uno de estos últimos es el padre de Totó, que fue devorado por la insensata campaña de Rusia, a la que se adhirió con entusiasmo Mussolini. A pesar de los problemas en casa, con una madre viuda a la que le cuesta sacar adelante su hogar, Totó es un niño feliz. Ha nacido despierto e inteligente y además ha descubierto el cine. Siempre que hay sesión en el cine del pueblo, el Cinema Paradiso, allí está Totó para contemplar, fascinado, las vidas ajenas que muestra la pantalla. No tardará en trabar amistad con el operador, Alfredo, un hombre que va a suplir a su padre y va a convertirse en su auténtico maestro.

Lo milagroso de Cinema Paradiso es su magistral utilización del cine dentro del cine. Hay momentos mágicos en los que nosotros, el público que asistía al cine Albéniz, compartiamos las emociones de lo que veían en pantalla los habitantes de Giancaldo, para los que el cine era algo más que un entretenimiento: era una vía de escape, el único medio de conocer otras realidades, de conocer historias en las que triunfa el amor puro y en las que el bien suele triunfar. Pero también les proyectan filmes de Roberto Rossellini y otros neorrealistas. Y entonces el pueblo experimenta una plena identificación con las imágenes que contempla, con la dureza del trabajo diario y el amargo fruto que este dispensa a veces a la gente más humilde. Y mientras tanto, en la sala de cine (en la de la película, no en la nuestra, nosotros estábamos hechizados), bulle la vida. La gente se siente partícipe de la historia que está contemplando, la vive en sus propias carnes, rie y llora con los personajes y aún tiene tiempo para gastar bromas pesadas a sus vecinos. En Cinema Paradiso la vida se muestra a muchos niveles y Tornatore implica emocionalmente al espectador sin mucho disimulo, como si éste también formara parte de la platea dentro de la pantalla.

Porque no hay que olvidar que la historia no es más que las imágenes de los recuerdos de un Totó maduro, un hombre de éxito que vive en Roma y que no ha vuelto a su pueblo ni siquiera para visitar a su anciana madre. El Totó adulto conserva la mirada pícara del niño que fue, pero también advertimos en él un poso de amargura, seguramente porque no ha vuelto a vivir la vida tan plenamente como en aquellos años. En cualquier caso, no cabe duda de que tiene que agradecer a Alfredo haberse convertido en la persona que es en ese momento. Como le pidió su mentor, tuvo que huir de Sicilia, tuvo que abandonar el sur para prosperar. Porque la maldición bíblica de la pobreza, la dureza del neorrealismo, ha seguido azotando esas tierras durante todos esos años. Tierras sin esperanza, pero en las que jamás faltan las alegrías primordiales de la vida. La demolición del Cinema Paradiso, el falso progreso de destruir un edificio histórico (al menos sentimentalmente histórico para los habitantes de Giancaldo) para construir un aparcamiento, es la imagen del desmoronamiento de los sueños de juventud. Por suerte el cine es inmortal. Siempre nos va a seguir haciendo compañía, renovando nuestras ilusiones, ofreciéndonos refugio temporal frente a las inclemencias de la vida diaria. Lo más parecido que tenemos al paraíso terrenal. 

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