jueves, 1 de noviembre de 2012

NAPOLEÓN (1927), DE ABEL GANCE. EL REDENTOR DE FRANCIA.


Nos encontramos ante una película claramente haliográfica, presentando a Napoleón como una especie de redentor destinado a salvar Francia del caos y elevarla a la categoría de imperio. Desde la infacia aparece como un ser predestinado, como un genio en diversos campos humanos: en la famosa batalla de bolas de nieve del principio adivinamos la personalidad del futuro dirigente: el líder que siempre sabe lo que hay que hacer, cuya sola presencia inspira a los demás a emprender brillantes acciones bélicas. Es el Napoleón idealizado al que veneran muchos franceses y que no es más que una parte de la realidad.

Huyendo de juicios ideológicos, hay que decir que esta película es fundamental para la historia del cine: hay en ella un constante aliento épico que estalla al final, cuando la pantalla se divide en tres partes (originariamente el film se exhibió en salas con pantallas especiales con un sistema llamado Polyvision, efecto que se pierde en un televisor) para mostrar la grandeza de las operaciones bélicas napoleónicas. Antes Napoleón ha paseado por la caótica revolución francesa y ha visto con meridiana claridad cómo salvarla de su propio éxito. Porque el protagonista, encarnado prodigiosamente por Albert Dieudonné aparece casi como un ser sobrenatural, siempre sereno mientras el mundo arde a su alrededor.

Ni que decir tiene que en la película (hay que ver la versión larga, restaurada por Francis Ford Coppola, de 225 minutos) acaba cuando Napoleón obtiene sus primeras victorias. Nada de mostrar al emperador derrotado, a Gance (como a Francia) sólo le interesa la gloria. De ahí la cosecha de aplausos y entusiasmo que cosechó el filme cuando se estrenó.

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