lunes, 14 de noviembre de 2011

EL LUCHADOR (2008), DE DARREN ARONOFSKY. EL ÍDOLO DE BARRO.


¿Quién no tiene recuerdos de hace un par de décadas, cuando se popularizó la lucha libre en España? La emitían por Telecinco y la llamaban "pressing catch". Lo cierto es que para que te atrajera algo así, había que echarle imaginación, porque la comedia se notaba a varias leguas. Quizá, viéndolo en directo fuera más emocionante. No obstante, hay que reconocer que los tipos con cara de loco que se movían por el ring a veces se debían hacer daño, pues la coreografías eran bastante violentas.

Esto es lo que nos da a entender Randy (un soberbio Mickey Rourke), un veterano luchador ya retirado que vuelve ocasionalmente al espectáculo para sacar algún dinero. Randy está acabado tanto material como espiritualmente. Vive en una cochambrosa caravana y tiene una hija a la que nunca ve. Aún así, todavía hay mucha gente que le reconoce por la calle. Fue una figura popular durante años en el mundo de la lucha libre, pero la herencia que ha recogido de todo ello es una existencia plena de dolor e indignidad. La película muestra como un ser humano con aspecto de monstruo, es capaz de llevar a cabo la lucha más difícil de todas: la de la propia supervivencia en un mundo que no ampara a los perdedores.

Lo mejor de la película de Aronofsky es que no es complaciente con su personaje, no tiene piedad con él y no permite que resuelva sus problemas de años por arte de magia. Me produce como espectador tal desasosiego que no puedo sino sentir piedad por el destino de un personaje con el que puedo identificarme, a pesar de estar en las antípodas de mi carácter y circunstancias. "El luchador" me demuestra que poner orden en una vida puede ser una tarea aún más titánica que poner en orden un país sometido al acoso de los mercados.

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