En El Paraíso en la otra esquina, el Premio Nobel peruano no se conforma con retratar un solo personaje o periodo histórico, sino que lo hace con dos, alternando los capítulos dedicados a uno y a otro, estableciendo así un fascinante juego literario en el que entroncan los destinos de una abuela (la agitadora revolucionaria Flora Tristán) y su nieto (el pintor Paul Gauguín), que consagran su existencia en la búsqueda de sus particulares utopías, representando así a los hombres y mujeres que, durante el siglo XIX teorizaron acerca de cual podría ser el mejor modo de convivencia humana. En una entrevista publicada en El País en marzo de 2003, el propio Vargas Llosa lo expresa de esta forma:

"El XIX fue sobre todo el siglo de las utopías. Es el siglo donde progresa la idea de que la sociedad perfecta es posible, que la puedes diseñar, que la puedes incluso incrustar en la realidad o la puedes encontrar en el mundo en un lugar remoto. La idea de que es posible crear una sociedad perfecta en la tierra, que puedes traer el paraíso a la tierra, es una idea decimonónica. Y tanto Flora Tristán como Gauguin encarnan un poco esa búsqueda de la utopía en ámbitos diferentes."

Flora Tristán fue una mujer adelantada a su tiempo, un elemento extraño en la sociedad francesa del siglo XIX, pues su discurso redentor de la clase trabajadora e igualitarista entre hombres y mujeres era percibido con una mezcla de estupor y curiosidad. Durante su infancia vivió en el seno de una familia opulenta, pero pronto sobrevendría la desgracia con la muerte de su padre, que los sumió en la pobreza. Su matrimonio con un industrial le hizo experimentar el injusto sometimiento de la mujer al varón y su separación, ilegal en la época, le trajo constantes problemas durante el resto de su vida a ella y a sus hijos, hasta el punto de que su marido estuvo a punto de acabar con su vida de un tiro.

Su viaje a Perú, donde presenció una absurda guerra civil le hizo tomar conciencia del problema de la esclavitud y la necesidad de redimir al hombre de sus opresores. Flora dejó constancia de las experiencias de este viaje en su obra Peregrinaciones de una paria (1838). A su regreso a Francia ya había tomado la decisión de consagrarse a la agitación política, por lo que entró en contacto con algunos de los más destacados teóricos sociales y líderes políticos de la época. Así, se dedicó a estudiar a Saint Simon, a Ettiene Cabet (el fundador del movimiento icariano) o a Charles Fourier (el teórico de las comunidades utópicas llamadas falansterios).

En cualquier caso, el pensamiento de Flora Tristán era muy crítico con las ideas utópicas que pretendían fundar comunidades perfectas en países remotos. Ella quería ayudar a los obreros franceses, redimirlos de la esclavitud de trabajos malsanos de hasta veinte horas diarias, fundar los Palacios Obreros y dar a todos la posibilidad de instruirse y trabajar con dignidad. Sin embargo, la tarea de difundir sus ideas expresadas en el libro La Unión Obrera (1843) era muy difícil, debido al embrutecimiento de los obreros:

"Qué ignorantes, qué tontos, qué egoístas eran tantos de ellos. Lo descubrió cuando, después de responder a sus preguntas, comenzó a interrogarlos. No sabían nada, carecian de curiosidad y estaban conformes con su vida animal. Dedicar parte de su tiempo y energía a luchar por sus hermanas y hermanos se les hacía cuesta arriba. La explotación y la miseria les habían estupidizado."

A pesar de su inmensa fuerza de voluntad, Flora Tristán murió joven sin haber vistos recompensados sus esfuerzos, aunque hay que pensar que contribuyó con su granito de arena a concienciar a los obreros de que debían luchar por mejorar sus espantosas condiciones de trabajo, descritas de manera magistral en este párrafo:

"Ochenta desdichados se apiñaban, en tres hileras apretadas de telares, en una cueva asfixiante, donde era imposible estar de pie por lo bajo del techo, ni moverse debido al hacinamiento. (...) El vaho ardiente del horno, la pestilencia y el ruido ensordecedor de los ochenta telares operando simultáneamente, la marearon. Apenas podían formular preguntas a esos seres semidesnudos, sucios, esqueléticos, encorvados sobre los telares (...) Un mundo de fantasmas, de aparecidos, de muertos vivientes."

El nieto de Flora Tristán, el pintor Paul Gauguin, también tuvo una vida extraordinaria, que de cierta manera se emparenta con la de su abuela en cuanto a que los dos fueron buscadores de utopías, aunque en el caso de Gauguin se trataba más de redimirse a sí mismo que a los demás, una especie de utopía individual que le llevó a pasar sus últimos años en Tahití, en busca de una pureza natural y humana que se estaba ya perdiendo en esa época en favor de las costumbres de los colonizadores.

La trayectoria vital de Gauguin también parte de una situación acomodada, pues durante su juventud fue un agente de bolsa de éxito, integrado perfectamente en la burguesía francesa, por lo que resulta llamativo que se alegrara de abandonar esa vida (y de paso a su mujer y a sus hijos, todo sea dicho) para consagrar su existencia al arte de la pintura, una disciplina que aprendió ya en edad madura.
La vida bohemia de Gauguin, uno de cuyos principales episodios es su relación con Vicent Van Gogh, al que llama holandés loco, y su gusto animal por el sexo le dejó como herencia una sífilis que fue apoderándose progresivamente de su cuerpo hasta matarlo, lo cual no le impidió aprovechar la inocencia de los habitantes de las islas para conseguir convivir con niñas en sus últimos años.

El francés fue uno de esos pintores a los que únicamente se les reconoce su talento tras la muerte. Su amigo Daniel de Monfreid le escribía estas proféticas palabras poco antes de que el artista falleciera:

"Usted es actualmente un artista increíble, legendario, que desde el fondo legendario, desde el fondo de Oceanía envía sus obras definitivas, las de un gran hombre por decirlo de alguna manera, desaparecido del mundo. Sus enemigos no dicen nada, no se atreven a combatirlo, ni lo piensan: ¡usted está tan lejos! (...) En resumen, usted goza de la inmunidad de los grandes difuntos, ha pasado a la historia del arte."

La lectura de El Paraíso en la otra esquina resulta muy placentera y no fatiga en ningún momento, a pesar de la gran cantidad de información sobre la vida y el entorno de los personajes que ofrece el autor. El método de ir alternando los capítulos logra la impresión de estar leyendo dos novelas al mismo tiempo, pero conectadas por la fuerte personalidad de abuela y nieto, que tomaron decisiones más o menos acertadas, pero que fueron valientes y adelantados a su tiempo, cada uno a su modo.