A partir de este momento, decidió asentarse, se casó y se dedicó casi plenamente a la escritura, a lo cual le estimuló su amistad con Nathaniel Hawthorne, el autor de La letra escarlata. Aunque hoy cueste creerlo, cuando fue publicada, Moby Dick no fue un éxito comercial y otra de sus grandes novelas, Pierre o las ambigüedades tampoco. Esta situación le obligó a compatibilizar su pasión por la escritura con la docencia.

De Melville, como de tantos otros escritores, puede decirse que solo comenzó a hacerse popular después de su muerte. El contenido filosófico y reflexivo de sus narraciones no era del gusto del público de su época. Muchos siguen considerando Moby Dick una novela orientada a los lectores más jóvenes, cuando en realidad se trata de un libro plenamente adulto, cuya lectura no resulta fácil ni complaciente. En vida de Melville no llegaron a venderse ni tres mil ejemplares de la que hoy está considerada unánimemente su obra maestra. Uno de los mejores retratos del caracter del autor de Moby Dick nos llegó de la mano del hijo de su gran amigo Hawthorne:

"Melville poseía un genio clarísimo y era el ser más extraño que jamás llegó a nuestro círculo. A pesar de todas sus aventuras, tan salvajes y temerarias, de las que solo una ínfima parte ha quedado reflejada en sus fascinantes libros, había sido incapaz de librarse de una conciencia puritana. (...) Estaba siempre inquieto y raro, rarísimo, y tendía a pasar horas negras, hay motivos para pensar que había en él vestigios de locura."

Bartleby el escribiente es una de sus novelas cortas más leídas. Está narrada en primera persona por un hombre de leyes que un buen día contrata para su oficina al empleado más peculiar del mundo. Bartleby es un hombre extraño y lacónico, de aspecto enfermizo. Al principio cumple con gran efectividad con su labor de copista pero, poco a poco, conforme se va asentando en su mesa de trabajo, va rechazando pequeñas tareas que se le encomiendan y se niega a revisar sus propios escritos. Es el "prefiriría no hacerlo", que ha quedado como una de las frases más recordadas de la literatura universal. Pero, lejos de despedirlo, su jefe siente un extraño apego por Bartleby, un apego parecido al que se tiene por los muebles de una oficina:

"Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras, si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón."

Un buen día el narrador descubre que en realidad Bartleby nunca sale de su oficina, alimentándose casi exclusivamente de bizcochos de jengibre y pasando los largos domingos solitarios inmerso en el silencio de un Wall Street desierto. Un hombre atrapado en el escueto espacio de su vida laboral, sin familiares, sin amigos, sin otros intereses que continuar viviendo por pura inercia, quizá porque el suicidio, a pesar de su vacío existencial, constituía una solución demasiado laboriosa. Pero a él no parece importarle nada de esto, pues Bartleby es la pasividad en persona, ante sí mismo y ante los demás. Así lo describe Enrique Vila-Matas en su libro Bartleby y compañía:

"Bartleby, personaje que nunca optó por la grosera línea recta de la muerte por propia mano, y menos aún por el llanto y deserción ante el fracaso; no, Bartleby, ante la idea del fracaso, se rindió de una forma estupenda, nada de suicidios ni amarguras interminables, se limitó a comer bizcochos, que era lo único que le permitía seguir prefiriendo "no hacerlo"."

Bartleby es la pasividad en estado puro, la prueba más evidente del absurdo de la existencia. Quizá su jefe era el que mejor le comprendía, pues él mismo se había procurado una posición lo más cómoda posible en el mundo del derecho: una labor burocrática sin más complicaciones que la redacción correcta de hipotecas, títulos de renta y acciones. Para Jorge Luis Borges, la narración de Melville es un claro precedente de las de Franz Kafka como escribe en el prólogo para su Biblioteca Personal:

"(...) yo observaría que la obra de Kafka proyecta sobre Bartleby una curiosa luz interior. Bartleby define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento o, como ahora malamente se dice, psicológicas."

La conducta del propio Herman Melville se equiparó a la de su criatura en los últimos treinta y cuatro años de su vida, cuando, tras una prolífica carrera en la que vio fracasar sus mejores obras, bajó su ritmo de escritura hasta unos niveles que nada tenían que ver con el de los años precedentes. Además, existió otro paralelismo: en sus últimos años el escritor se vio obligado a trabajar en una oficina muy parecida a la que habitó su personaje. Extrañas coincidencias del destino, o intuiciones geniales de un escritor que solo se verá reconocido como un genio años después de su muerte. El absurdo de la existencia mucho antes de la llegada del existencialismo.