viernes, 26 de junio de 2009

UN AROMA, UN RASTRO ( I ).



(Dedicado a Begoña y Franjamares).

Atardecía en el día más caluroso del verano. Los árboles de alrededor comenzaban a darme sombra y yo sentía cierto alivio. Llevaba desde mediodía en mi puesto de trabajo como vigilante de seguridad. Tenía que pasarme diez horas en una garita de vigilancia en uno de los aparcamientos del aeropuerto, sin aire acondicionado, con un Sol inmisericorde, que a esas horas transformaba la caseta en un verdadero horno. Recuerdo que salí de mi prisión para dar unos pasos. Estaba chorreando por el sudor y los pies me ardían por la incomodidad de los zapatos, que eran los mismos en cualquier estación del año. El pisar un asfalto recalentado no constituía precisamente un bálsamo, pero necesitaba respirar un poco de aire fresco. En aquel momento lo ví por primera vez. Avanzaba penosamente desde el horizonte, pues debía encontrarse extremadamente cansado. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para oirme lo llamé. Al principio parecía asustado y se acercaba con muchas precauciones, así que fui yo el que me aproximé a él lentamente y con palabras suaves hasta que pude acariciarlo. Los perros son mi debilidad y aquel me dio mucha lástima por el estado en que venía. Era un pequeño yorkshire que me miraba con ojos inteligentes y suplicantes. Estaba macilento, sucio y despeinado y llevaba todo el día vagabundeando por ahí, padeciendo hambre y sed. Cuanto más le acariciaba, más me lloriqueaba, seguramente para despertar aún más compasión. Lo acerqué a la caseta y le ofrecí buena parte de mi cena. Rajé con el cuchillo una botella de agua vacía y le fabriqué un bebedero improvisado, para que se saciara.

Cuando terminamos de cenar salimos a dar unos pasos y a contemplar la puesta de Sol. Todavía me quedaban unas cuantas horas de destierro diario, pero al menos las pasaría en compañía. El animal ya no estaba triste, más bien al contrario, me movía el rabo y me hacía saltos y cabriolas, en un intento de que me apiadara de él y lo tomara como mascota. Me senté a meditar un poco y distraidamente tomé el libro que estaba leyendo. Entonces sucedió un hecho nunca visto. El perro me miró con ojos inteligentes y me dijo: "Veo que estás interesado en la Segunda Guerra Mundial. Yo podría contarte algunos hechos de los que no están en los libros..." En realidad no me habló con estas palabras, sino con unos elegantes ladridos que, con gran sorpresa por mi parte, yo podía entender a la perfección. Dejé mi volumen sobre Stalingrado en la mesa y me agaché para hablarle: "Pero ¿cómo es posible esto? ¿Es verdad que me estás hablando tú?". "Claro que sí", contestó, "somos pocos los perros que sabemos comunicarnos con los humanos y pocos los humanos que pueden entender nuestro lenguaje, pero por una vez parece que hemos coincidido." Un fuerte bocinazo interrumpió sorpresivamente tan interesante conversación. Un vehículo quería salir del aparcamiento y reclamaba mi presencia para que le levantara la barrera. Yo debía ofrecer un aspecto muy cómico agachado y manteniendo un serio coloquio con el pequeño animal, porque conductor y pasajeros soltaron una fuerte risotada al salir del recinto. Lo cierto es que no llegué ni siquiera a sentir vergüenza, sino que me apresuré a volver con mi nuevo amigo. "¿Quieres que te cuente una historia que me contaron? Así te distraeré", me espetó. "Claro, como no", le contesté. ¿Cómo podría negarme? Nos acomodamos dentro de la garita y Harpo, como más tarde decidí llamara a mi mascota, no sin cierta ironía, adoptó una actitud de seriedad y comenzó a hablar, o más bien a ladrar:"

2 comentarios:

  1. Muchas gracias Miguel Ángel por dedicarnos este estupendo relato. Las visisitudes del perro protagonista y narrador, y las de todos los hombres, bajo las guerras patéticas y sangrientas de estos últimos... Sigue escribiendo... Tus entradas me resultan muy interesantes.
    A ver si nos vemos pronto.
    Un fuerte abrazo. Saludos a Inma.

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  2. No es nada, vosotros me animastéis a terminarlo. Un abrazo a los dos y un beso de parte de Inma.

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