miércoles, 11 de febrero de 2009

EL MONJE (LA BATALLA DE TÁNGER) ( I ).


Desde la pequeña cubierta del ferry oteaba el horizonte de la ciudad de destino. Tánger aparecía ante él como un conjunto abigarrado de edificaciones sin orden ni concierto. A su derecha, la zona antigua de la ciudad, la medina de calles estrechas y agobiantes en cuyo perfil destacaban los alminares de las mezquitas, lo que le decía, como si no lo supiera ya, que iba a desembarcar en tierra de infieles. A su izquierda la urbe se modernizaba y se mostraba como cualquier ciudad turística, con un paseo marítimo repleto de altos edificios de apartamentos.

El monje era un hombre aturdido ante el mundo tras treinta años de reclusión, rezos y penitencia entre los muros de un convento, pero se sentía preparado para su sagrada misión. De su aspecto exterior, aparte de la altivez y seguridad que irradiaba, solo podemos describir su pobre atuendo, compuesto por un hábito sucio y raido que en este caso sí que hacía al monje, pese a lo que diga el refrán. Su rostro apenas era visible, oculto bajo una enorme capucha que lo ensombrecía por completo. "Así que aquí habita la canalla morisca que expulsamos de España tiempo ha", pensó mientras ponía el pie en la puerta de África.

El caminar de nuestro héroe era pausado, pero constante y firme. Los buscavidas habituales del puerto de Tánger, ávidos como moscas acudiendo a la miel, no se dejaron impresionar por tan misterioso visitante y no pararon de abordarle ofreciéndose como guías de tan magnífica ciudad o directamente, sin más preámbulo, pidiéndole euros o dirhams, lo que tuviera más a mano, que bién valían unos u otros para llenar el estómago o para engañar por un rato a una vida vacía con cualquier vicio, vaya usted a saber. Imperturbable ante tan molesta compañía y sin atender a ninguno de ellos, el monje salió del puerto y subió por una de las cuestas que llevaban hacia la medina. A medio camino se detuvo y dobló a la izquierda por una calle mucho más tranquila que la anterior que le conducía hasta una edificación de un siglo de antigüedad, recuerdo del dominio español por aquella época. Se trataba del Gran Teatro Cervantes, un edificio magnífico, por lo demás, pero desgraciadamente en ruinas. El nombre del teatro estaba sobreimpreso sobre la fachada con azulejos muy coloridos y la cornisa se remantaba con unas esculturas en las que se representaban unos risueños ángeles entregados al arte y al placer.

Aquí comienza la parte de la historia en la que algunos lectores abandonarán indignados el relato y otros renovarán su interés intrigadísimos ante hechos tan extraordinarios como verdaderos. Lo cierto es que si este humilde escribiente pretendiera contentar al númeroso público interesado en sus historias, afrontaría una tarea imposible. El caso es que el monje posó su mirada sobre la cornisa y por milagro, los ángeles tomaron vida entre gran jolgorio y risas. Seguidamente nuestro pétreo protagonista siguió impávido su camino rodeado de los joviales angelitos, componiendo un cuadro fráncamente insólito, pero que no impedía a los voluntariosos tangerinos con los que se iba cruzando seguir solicitándole limosna o tratando de venderle calcetines, prenda inexistente en los pies del monje, calzado con sandalias ni, evidentemente, de sus compañeros alados. Los comerciantes sonreían y saludaban efusivamente a los simpáticos serafines y querubines, como dándoles humildemente la bienvenida a su ciudad con profundas inclinaciones y manos puestas sobre el corazón.


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