jueves, 19 de febrero de 2009

DENTRO DEL CUERPO ( I )



(Relato leído esta semana en La Casa de las Palabras).

Era un hombre pacífico. Su vida desde siempre había estado regida por una sola idea: el orden. Su atuendo era siempre impecable y su seriedad y honestidad estaban fuera de toda duda. Tenía treinta y cinco años, aspecto juvenil a pesar de algunas canas que comenzaban a asomar y su vida siempre había sido tranquila. Hasta hacía algunos meses había estado trabajando en la oficina de una empresa de transporte urgente. Se encargaba de clasificar los paquetes para que llegaran a tiempo a sus destinatarios. Su trabajo era su mundo, un mundo regido por el equilibrio, la disciplina y la monotonía, por lo que, cuando le despidieron alegando dificultades económicas en la empresa, su mundo estuvo a punto de desmoronarse. Le salvó la idea de realizar un proyecto que venía acariciando desde hacía tiempo en sus horas muertas. Así evitó caer en el desorden de la ociosidad.

Con el dinero de la indemnización se dedicó a recorrer pueblos realizando fotografías para un libro que pensaba enviar a todas las editoriales en un intento de que se lo publicaran. El cambio de ambientes, de la atmósfera cerrada y agobiante de la oficina al aire libre le hizo bién. Seguía unos horarios estrictos y se imponía una disciplina férrea, como si él fuera su propio jefe. Hasta el número de fotos que debía hacer en cada lugar lo tenía previsto. Recorría las carreteras comarcales a poca velocidad, embriagándose de los olores del campo y de la sensación de libertad que proporcionan los espacios abiertos. Poco a poco fue relajando las rigurosas normas que se había impuesto a sí mismo. Le gustaba sentarse al Sol para descansar, relajar la mente y no pensar mucho en el futuro. Después de estas pausas, que cada vez tenían mayor duración, le remordía la conciencia, se censuraba a sí mismo y se proponía no volverlo a hacer. Pero al día siguiente volvía a caer en la tentación.

Aquella mañana estaba nublado. El Sol solo asomaba de cuando en cuando por algún resquicio entre las nubes, que intentaba aprovechar sentado en un banco de un parque solitario un poco antes de la hora de comer, cuando acostumbraba a hacerlo. Tenía los ojos cerrados, había conseguido relajarse, cuando una voz llena de autoridad le sacó de su ensoñación:

- ¡Buenos días!

Abrió los ojos despacio, con pereza. Al principio no pudo distinguir bien la figura que se le dirigía. Haciendo un esfuerzo acabó de despabilarse y vio a un guardia civil alto y enjuto, joven, pero de severa presencia, plantado ante él en posición de firmes, que le observaba, como queriendo penetrar en el interior de sus pensamientos.

- ¿Qué hace usted aquí? ¿Usted es de aquí? ¿Usted quién es? - descargó sin piedad.

De pronto se sintió como un fugitivo al que acabaran de atrapar. Hizo ademán de levantarse del banco, pero cambió de idea, porque aquel hombre podría pensar que su intención era huir.

- Bueno, pues yo estoy aquí... de visita. Estoy recorriendo los pueblos de la provincia fotografiando campanarios y espadañas ¿sabe? Es para un libro en el que pienso recopilarlos... Es bueno que se conozca ese patrimonio y...

- Deme usted su documento de identidad.

Un poco inquieto, se lo dio. El guardia le pidió que le dijera el número del carné. En situaciones como esta, nuestro héroe se bloqueaba. Los nervios comenzaban a atenazarle. No recordaba ni su propio nombre, por lo que no acertó ni una sola cifra.

- Acompáñeme usted a la Casa Cuartel.

Sin formular ni una sola protesta o alegación, se levantó le siguió. Desde pequeño le habían enseñado a obedecer a la autoridad y le pareció lo más natural no poner ningún obstáculo a su labor. Se sorprendió al comprobar que el edificio junto al que estaba sentado era precisamente la Casa Cuartel. "El guardia de la puerta ha debido sospechar de mí al observarme en el banco como un holgazán solitario", pensó. "No se lo reprocho, pues cumple con su deber".

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