jueves, 11 de diciembre de 2008

CRISIS VITALICIA


(Texto presentado hace unos meses en La Casa de las Palabras, a propósito del tema "La crisis").


Como la policía soviética me solicita amablemente un informe completo sobre mi propia persona, no habiéndome visto jamás tan halagado por las autoridades de mi patria y deseando satisfacerles por completo, empezaré desde el principio, es decir, desde mis orígenes. Mi nombre, como ustedes ya saben, es Ivan Mendelev y nunca he destacado en nada, he sido un ciudadano gris. De mí mismo solo se decir que mi aspecto desgarbado y macilento con el que me presento ante ustedes no es ninguna novedad, es el que me ha acompañado durante toda mi vida.

Nací en tierras ucranianas que ya formaban parte de la gloriosa Unión Soviética allá por los años veinte. En mi infancia y adolescencia no recuerdo haber probado bocado. Mis padres, que tenían una pequeña granja en propiedad, fueron declarados enemigos del Estado por negarse a su colectivización, al igual que otros muchos kulaks. Ante tamaña e inaceptable rebelión pequeñoburguesa nuestro venerable padrecito Stalin no tuvo más remedio que declararnos la guerra en defensa del comunismo y, en vez de colectivizar las granjas, colectivizó el hambre, alcanzando tamaño éxito en su campaña que logró que varios millones de soldados enemigos murieran de pura inanición. Si rememoro esos años, que están borrosos en mi memoria, puedo alcanzar a ver los caminos llenos de esqueletos vivientes con ojos alucinados que llegaban a comerse el polvo del camino con tal de llevarse algo al estómago. Acerca de mi propia supervivencia nada sabría decir para explicarla. Como ya he declarado, no recuerdo haber ingerido lo que un ser humano normal llamaría alimento pero de algún modo debí arreglármelas porque si no no estaría aquí escribiendo estas líneas ¿no creen ustedes?

Ahora damos un salto de varios años, donde los recuerdos empiezan a ser más nítidos. Vivo en una granja colectiva dedicado al trabajo, sirviendo al Estado a la vez que expiando el crimen de mis padres ¡y sin previo aviso el pérfido Hitler invade nuestro sagrado país! Caos, confusión. El ejército rojo me llama. Me ofrece la posibilidad de borrar el pasado, la mala semilla de mi familia y empezar de nuevo. Vestirme con el uniforme de nuestras tropas, a pesar de que me estaba grande y no debía ser un soldado muy marcial, fue motivo de orgullo, aunque muy pronto, a pesar de nuestros esfuerzos, fuimos empujados, arrasados y finalmente engullidos por la maquinaria de guerra nazi, que había estado preparándose traicionera a nuestras espaldas. En conclusión: solo resistimos unas pocas semanas antes de ser desbordados y tomados prisioneros por el ejército alemán. Por aquel entonces mi flamante uniforme era ya un amasijo de harapos irreconocible y su dueño volvía a adoptar la actitud cabizbaja y ausente que le había sido habitual hasta entonces.

El siguiente episodio de mis desventuras transcurre en un idílico pueblo polaco llamado Auswitch, donde fui ingresado en calidad de prisionero de guerra, aunque en realidad me trataran más bien como una bestia de carga. Me dicen que estuve tres años allí, pero yo no sabría decirles a ustedes, camaradas. El tiempo no transcurría para mí. Durante aquel periodo no me relacioné con nadie y me comporté como se comportaría un animal dócil. Mi sistema de pensamiento era el siguiente: si tenía que llevar un saco de un lugar a otro, pensaba: "he de transportar este saco", si me pegaban unos latigazos, pensaba: "he de resistir estos latigazos" y cuando dormía en mi litera: "otro día menos de vida". Me dediqué a ser invisible y a no advertir deliberadamente lo que sucedía a mi alrededor. Solo existiamos yo y mi dura realidad, no muy diferente a la que estaba acostumbrado. Luego he sabido que allí ocurrieron cosas terribles pero ¿qué podía hacer yo? Solo resistir pasivamente y callar. Nadie sabe lo que es capaz de aguantar una persona con estas premisas como bandera. Cuando llegó la llamada liberación me sorprendí bastante de descubrir que, en el fondo, había seguido siendo un ser humano durante todo ese periodo y que había mantenido una secreta esperanza en mi interior de que la situación cambiase. Y ahora viene una parte divertida de mi historia. Los liberadores, mis compatriotas, se comportaron realmente como conquistadores y, aunque me dieron de comer, me arrestaron acusándome de espionaje. En realidad no comprendían el hecho de que no hubiese muerto por la patria cuando hubiera debido hacerlo y hubiera tenido la debilidad de dejarme capturar.

Los interrogadores soviéticos son muy pacientes y no se quisieron dejar engañar por un ser tan insignificante como yo y acabé firmando una declaración en la que admitía ser un traidor y un espía de los nazis ¿qué hubiera podido yo espiar en su propio campo de exterminio?, además de ser considerado peligrosamente influenciado por ideas occidentales, yo que no me había relacionado absolutamente con nadie...

El siguiente destino de este hermoso viaje que es mi vida se encontraba en plena Siberia, en el gulag, donde el camarada Stalin enviaba a quien necesitaba ser reeducado en las doctrinas comunistas. En realidad a lo que nos dedicábamos, entre unas ventiscas espantosas, era a levantar nuevas construcciones para los futuros prisioneros. Suerte que conservé mi cuchara de hojalata de Auswitch, con lo que logré cierta respetabilidad en las comidas. Como las condiciones atmosféricas de mi nueva residencia nos hacían tener más tiempo libre, sobre todo en los meses de invierno, trabé amistad por primera vez en mi vida con otro ser humano cuando llevaba ya ocho años allí. Cada uno aprendió del otro su especialidad. Yo le enseñé a tener paciencia y a resistir en las peores condiciones. El se entretenía explicándome los fundamentos de la física nuclear, asuntos de los que yo no entendía nada en un principio, pero a los que poco a poco fuí aficionándome, más por matar el aburrimiento que por cualquier otra razón.

Con la llorada muerte de nuestro muy querido camarada Stalin, que tantas lecciones vitales me había enseñado, llegó cierta relajación en las autoridades que custodiaban el campo, culminando en la liberación de muchos prisioneros. Cuando me tocó el turno no sentí alegría, solo un cierto alivio. Después de tantos años parecía ser el dueño de mi propia vida. Solicité ir a la Universidad y estudiar más a fondo mi querida física nuclear. Para mi sorpresa el Estado aceptó mi solicitud, me becó y pude estudiar con cierta tranquilidad. Me apliqué en mi nueva ocupación con el estoicismo y perseverancia de siempre. Fuí uno de los mejores de mi promoción y como premio me destinaron como jefe de seguridad al reactor número cuatro de la central de Chernobil, orgullo de la ciencia soviética.

¡Qué gran cambio en mi situación vital! Allí experimenté por vez primera el respeto de mis semejantes, que me consideraban una eminencia y me dejaban hacer y deshacer a mi antojo. ¿Qué peligro podía suponerles ese insignificante hombrecillo de aspecto tan noble? El 26 de abril de 1986 me sentí especialmente inspirado. Organicé por propia iniciativa una prueba para intentar mejorar la seguridad de mi reactor. Quería comprobar si la inercia de las turbinas podía generar suficiente electricidad para las bombas de refrigeración en caso de fallo. He de reconocer que forcé la máquina más de lo debido y que una serie de sobrecargas en cadena subieron la potencia hasta el punto de provocar una enorme explosión. La estampida del personal fue general y, entre tantas escenas de pánico, solo yo supe conservar la calma y contemplar la belleza del fenómeno que acababa de acaecer, todo ello con una amplia sonrisa de oreja a oreja. Por una vez no era yo el insecto aplastado sino el implacable verdugo, plenamente consciente de lo que había hecho y plenamente realizado como persona. Mi huella iba a durar generaciones, como la de los demás tiranos.

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